En los recreos o mientras capean clases, grupos de cinco, seis o siete alumnos van frente a ese mural y encienden sus papelillos. “Aquí todos fuman dos o tres veces al día. A veces en el mural, a veces en los baños, en todos lados en verdad. Los inspectores lo saben, pero no siempre te hacen algo”, dice Sebastián Jorquera, alumno de segundo año medio que reconoce haber fumado al interior del liceo.

Los cuatro inspectores que trabajan en el establecimiento coinciden en que ellos “no pueden hacer nada” para prohibir el consumo de drogas. Cuentan que se cerró la plaza, que han denunciado a alumnos, que han doblegado sus esfuerzos de vigilancia y que, por lo mismo, como retribución han recibido agresiones reiteradas. Los inspectores aseguran que el director no los apoya lo suficiente. “Acá no se toman medidas más severas. No me refiero a echar a los alumnos, sino a dar un castigo más ejemplar”, dice Guillermina Corales, una de las inspectoras del liceo.

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Dos alumnos pintan una pared como castigo impuesto por el director y, cuando éste se acerca para supervisar el trabajo, lo molestan amistosamente por su obesidad, su vejez, y amenazan con mancharlo con pintura. El director Velásquez ríe y los trata de “malillas”.
Osvaldo Velásquez cree que el liceo tiene un rol distinto al de los demás. Para él la educación municipal se ha convertido en el último escalafón del sistema educacional, el lugar donde van aquellos que no tienen otra oportunidad en la sociedad y que, por eso, según él, es preferible que vayan al liceo –“aunque sea a pintar”– a que se queden vagando en las calles.

“Yo discrepo totalmente”, dice la inspectora Corales. “¿De qué sirve tener un colegio lleno de alumnos si estos no hacen nada, no estudian, no entran a clases? Ahí fallamos nosotros. Fallamos justamente en nuestro principal rol: educar, hacerlos cambiar”, asegura.

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En 1986 la educación pública quedó en manos de los municipios y desde ese momento, acorde a cifras de la Asociación Chilena de Municipalidades, comenzó un rápido proceso de disminución en el número de matrículas de estos establecimientos, cercano al 2 por ciento anual. En Lo Espejo la educación municipal pasó de 12 mil alumnos a cerca de 5 mil en veinte años, y en el caso del Liceo Cardenal José María Caro, pasó de 1.500 a 178 en el mismo período.

El Magister en Educación y miembro del Colegio de Profesores Mario Aguilar explica que esto sucedió por la aparición de establecimientos particulares subvencionados, los que comenzaron a captar una mayor cantidad de estudiantes debido a su promesa de “que al pagar por un producto se obtiene una mejor calidad”.

“Esto provocó que los ricos terminaron estudiando con los ricos, y los pobres con los pobres. Entonces, estos últimos quedaron estigmatizados por estudiar en esos liceos que, aunque tienen resultados académicos similares a los de los particulares subvencionados, son socialmente muy mal vistos, y por ello sus alumnos son constantemente apartados del sistema”, dice Aguilar, quien ha escrito más de una decena de estudios sobre el tema.

Los alumnos están conscientes de la posición marginal que ocupan en la sociedad. “Acá llegan los echados, los más pobres. Pero a muchos les conviene eso, porque el liceo se transforma como en una fábrica de mano de obra barata. Por eso muchos compañeros ni se plantean el hecho de ser más que eso, porque si decís que saliste de acá se te cierran muchas puertas”, dice Agustín Torres, presidente del centro de alumnos del liceo, quien –como pocos– después de graduarse, quiere dar la PSU y estudiar ingeniería informática.

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Los alumnos entraron al gimnasio mientras de fondo sonaban versiones en quena de éxitos de los Los Beatles. Se ubicaron frente a una tarima, agrupados según las especialidades en las que se iban a graduar, y se sentaron en las sillas dispuestas para ellos.
“Se cierra una etapa, pero es el comienzo de otra”, dijo el director antes de empezar con la entrega de diplomas, que fue interrumpida por un interludio de danza folclórica y un homenaje a una funcionaria jubilada. Casi al final de la ceremonia, se entregó el premio “José María Caro”, reconocimiento dedicado al estudiante que mejor representa los valores de la institución: “el compañerismo, el esfuerzo, la responsabilidad…”, enumera el director.

La ceremonia terminó cuando oscurecía, a las nueve de la noche. En el patio, los padres compraban por cinco mil pesos fotografías de sus hijos con el título en sus manos, mientras los alumnos se abrazaban con sus compañeros.

Entre ellos estaba Daniel Cano, el joven que ganó el premio José María Caro, el premio a la excelencia académica y el diploma al mejor promedio de la generación. Con su 6,7 de promedio en la enseñanza media, y con un resultado regular en la PSU, Daniel podría optar a becas e ingresar a casi cualquier universidad. Pero él no estaba interesado en eso. “¿Universidad? Nunca lo he pensado. No creo que pueda llegar para allá”, dijo el recién graduado mientras sostenía sus tres galardones.

Sobre el autor: Hernán Melgarejo es alumno de tercer año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por el profesor Sebastián Alaniz.