Texto e ilustración por Fernanda Carvajal

Se escuchan las voces de las enfermeras en un pasillo de la Posta Central. Van de un lado a otro murmurando que llegó un “príncipe”. Ellas caminan a paso rápido, certero. Los “príncipes” llegan todos los días heridos y sin ninguna posesión. En un rincón que está junto a la sala de espera las Damas de Rojo van a su ropero y sacan pantuflas, ropa y úútiles de aseo; y los llevan hasta el box donde está el “príncipe”. Una de ellas le da la mano y le conversa.

Los “príncipes” son los indigentes que rodean Portugal, la calle en la que está ubicado el centro de asistencia pública. Ahí se dividen los cuidados: las enfermeras se ocupan de la salud y las Damas de Rojo sede darles lo que necesitan para estar cómodos durante el tiempo en que estén ahí, además de conversarles y darles un abrazo.

Todas las mañanas Patricia Rojas y sus compañeras escriben en un cuaderno los nombres de los pacientes internados, los cuentan y anotan el motivo por el que están en el hospital. Pero cuando llega un narcotraficante o un convicto, no pueden inscribirlos. Si llega un amigo o familiar a preguntar por alguno de ellos, las Damas de Rojo no pueden decir en qué box está. Tienen que preocuparse de no dar información que permita organizar “un rescate”, es decir que lleguen sus familias para sacarlos del recinto y así abandonar la prisión. Se trata de un mandato dictado por Gendarmería, quienes también revisan toda la comida que las Damas de Rojo les dan a los reos y narcos. En los cuadernos de las Damas no queda registro de que estuvieron en la Posta Central.

Aunque Patricia conozca los diagnósticos de los pacientes, no puede comunicarlos. Hacerlo significaría una anotación negativa en su historial de vida, lo que implica que no puede seguir avanzando en las jerarquías del voluntariado. Lo mismo pasa si aceptan regalos de la familia de los pacientes. El reglamento es claro, Patricia repite su lema cada cierto tiempo: “Nosotras estamos acá para servir, no para ser servidas”.

Hay un pasillo de la Posta Central en el que no hay camillas. Lo componen pequeñas ventanas donde se ven las enfermeras y se les escucha reclamar por la falta de personal. Una de ellas estaba en su día libre y tuvo que ir al hospital a colaborar con sus compañeras. Al fondo del pasillo están Patricia y los familiares de los enfermo. A su alrededor se forma un tumulto de gente que viene desde otro pasillo que está lleno de camillas, donde los pacientes son atendidos debido a que no hay espacio en las salas. Le dan las gracias a Patricia, la abrazan y se van. Una mujer de unos 25 años se le acerca y le pasa unas zapatillas de descanso azules y le explica que son para su abuelo.

– Yo se las paso, mi niña. Vaya tranquila y salga por este lado. Cualquier cosa le dice al guardia que yo la mandé para allá.- le dice Patricia.

En su delantal rojo de cuello blanco se abrocha un prendedor que señala que ya cumplió 15 años en el voluntariado. En tres años más cambiará esa barra por una con el texto: “Damas de rojo: 20 años”. Se hará una premiación, tal como todos los años, en un recinto cuyo arriendo pagan entre todas. Lo han celebrado en el GAM, en centros de eventos y ahora en la Escuela Militar ,desde que su presidenta es Maria Hidalgo Peñaloza ex trabajadora del Hospital Militar. Anhela ese día y cuenta admirada que tiene compañeras que llevan 45 años trabajando en la institución.

Las Damas de Rojo no pueden hablar de política o de religión con los pacientes, por eso a Patricia Rojas le da impotencia cuando le preguntan si su voluntariado está vinculado a los militares. “Eso es lo que dicen porque hacemos nuestras celebraciones en la Escuela Militar, pero nada qué ver. Es sólo porque nuestra presidenta trabajó ahí. No tenemos relación con nadie, no recibimos aportes de nadie. Todo lo pagamos nosotras”, explica.

A pesar de que su labor se trata en gran parte de contener a las familias de los enfermos, algunas veces los hechos la han sobrepasado y ha sufrido junto a ellos. En una oportunidad una familia judía llegó a la Posta. El padre había sufrido un paro y era necesario hacerle una reanimación. A pesar de los intentos médicos, no lograron despertar al hombre. En ese momento, junto a la camilla del padre muerto, la hija menor comenzó a entonar una canción en hebreo. En la sala estaban los médicos, las enfermeras, la familia y las Damas de Rojo. Todos lloraron. Patricia dice que los años no la desensibilizan. Que esas cosas nunca dejan de afectar, aunque las vea cien veces.

Patricia cree en Dios y no se cansa de decir: “debo devolverle la mano por todo lo que me ha dado”. Pero no habla de eso con la gente que acompaña. Sólo los abraza, les hace cariño y les entrega las cosas que correspondan, cosas que están en el ropero que mantienen todas las voluntarias con su propio dinero y lo que obtienen de la colecta anual. Cuando hay colecta Patricia hace doble turno y sus compañeras salen a la calle.

En la Posta siempre hay mucho movimiento. Trabajan toda la noche y todo el día. Las Damas de Rojo están de lunes a sábado. Patricia cubre el turno del viernes por la tarde. El resto de la semana está en Curacaví cuidando a sus nietos. A pesar de que ella siente que su presencia no es indispensable, sí cree que la echan de menos cuando no está. Pero no puede conversar mucho más, ha llegado otro “príncipe”.

Sobre la autora: Fernanda Carvajal es alumna de segundo año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Narración Escrita impartido por el Profesor Manuel Fernández.