Fernanda Schorr / Ilustración Mathias Sielfeld

Con una explosión generada a partir de una masa ultra compacta, densa y caliente, se originó el universo, hace 13.700 millones de años, gracias al llamado Big Bang. De ese fenómeno se formaron los elementos químicos que dieron origen a toda la materia que conocemos, en forma de galaxias, estrellas, planetas, asteroides, agujeros negros y todos los demás objetos celestes. Desde el primer segundo de la explosión hasta hoy, el universo se ha expandido aceleradamente. Hace menos tiempo, en Chile, un país del planeta Tierra ubicado en el sistema solar, situado en una rama de la Vía Láctea, una más entre millones de galaxias, comenzó otra explosión que dio inicio a la acelerada expansión de la astronomía.

Fue en 1950. Entonces se instaló en Chile el Observatorio Interamericano del Cerro Tololo y, más tarde, el Observatorio Europeo Austral del Cerro La Silla, ambos en la Región de Coquimbo. El fenómeno nunca más se detuvo y en medio siglo el país ha visto desfilar científicos de Alemania, Argentina, Australia, Austria, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Italia, Japón, Portugal, Republica Checa, Suecia y Suiza. Vienen atraídos por la transparencia de sus cielos y el rumor de que sobre sus cabezas verán pasar el centro de la Vía Láctea. Desde el hemisferio sur se puede ver una zona del universo invisible desde el norte, la cordillera de los Andes actúa como barrera para detener el aire húmedo arrastrado por el Atlántico, y la corriente fría de Humboldt mantiene el océano frío, alejando las nubes. La geografía del norte propicia una atmósfera estable y seca, condiciones necesarias para que los telescopios capten más fácilmente el universo, y formen imágenes más nítidas.

Los estudiantes chilenos de astronomía tienen acceso a un laboratorio de primer nivel. El 50 por ciento de la capacidad astronómica del mundo se concentra en Chile, principalmente entre las regiones de Antofagasta y Coquimbo. En total son 2.500 millones de dólares en infraestructura, que se espera aumenten a 3.000 millones durante la próxima década, y la capacidad observacional chilena llegue a ser el 70% de la mundial, con la construcción del E-ELT (European Extremely Large Telescope, o Telescopio Europeo Extremadamente Grande), que tendrá un espejo de 40 metros de diámetro y será el telescopio óptico e infrarrojo más grande del mundo. Del tiempo de observación disponible en cada telescopio instalado en el país los astrónomos chilenos tienen el derecho de utilizar el 10 por ciento, esto es, más que el tiempo de observación de Alemania y Francia juntos. Cada jornada de ocho horas cuesta 50 mil dólares, que los científicos chilenos no deben pagar.

El avance de la tecnología astronómica en el país ha permitido que científicos chilenos realicen importantes aportes a la ciencia mundial. En 2011 se entregó el Premio Nobel de física a Brian Schmidt, Saul Perlmutter y Adam Reiss, por descubrir que el universo está aumentando su velocidad de expansión gracias a una fuerza desconocida llamada “energía oscura”. Este concepto denominado “constante cosmológica”, fue introducido por Einstein en 1917, y establece que cada volumen de espacio nuevo que se produce –a medida de que el universo se expande– viene acompañado de una nueva cuota de energía. En el descubrimiento de Schmidt fue crucial el conocimiento de los astrónomos chilenos Mario Hamuy y José Maza, ya que el científico usó el mecanismo que los chilenos idearon a principios de los años 90 en el proyecto Calán/Tololo. Se trata de un método para medir distancias precisas en base a la observación de supernovas, nombre que se le da a la explosión de una estrella cuando llega al final de su vida.

“Imagina que no hubiesen observadores. Gente capaz de mirar el universo, de preguntarse y de entenderlo. El universo no tendría conciencia, nosotros somos su conciencia. Si no tuvieras el observador, el universo se cae a pedazos”, dice el astrónomo Mario Hamuy, hundido en el sillón de un rincón poco iluminado de su oficina del Centro Astronómico Nacional en el Cerro Calán. Hamuy suele mantener las persianas abajo. Las de los dos ventanales y la de la ventanita de la puerta, permitiendo que entre muy poca luz a la oficina. Tal vez sea coincidencia, pero Hamuy estudia la energía oscura.

Su computador está todo el tiempo encendido. Es la principal herramienta de un astrónomo académico, dedicado a cotejar datos, comparar modelos y controlar observaciones. La tecnología ha permitido que la gran parte del trabajo se realice a distancia, gracias a imágenes y datos enviados en DVD directo desde los observatorios. En la oficina de Hamuy hay muchísimos libros, la mayoría en inglés, ordenados en estantes, sobre cosmología, física, galaxias, supernovas, planetas, astrofísica. En un rincón lejos de la vista hay colgados siete diplomas, mientras que una camiseta enmarcada del equipo de fútbol de la Universidad de Chile es lo primero que se ve al entrar en la oficina.

A sus 53 años, con una mirada algo despistada y ojos muy azules, el astrónomo traspasa una extraña sensación de calma, como si nada fuera a inmutarlo. Se pasa varios minutos frente a al computador preparando una clase para sus alumnos del curso de cosmología. Desde un gran libro transcribe en la pantalla fórmulas matemáticas ininteligibles. Su conocimiento sobre programación es avanzado, por lo que ha desarrollado la destreza de escribir con códigos computacionales, convirtiéndolos en su segunda lengua. Sin mucho éxito, intenta explicar lo que está haciendo:

—Mira, escribes la fórmula en un archivo tipo LaTeX, utilizando los comandos especiales de este, que luego se compila. Este código se procesa y se genera un archivo dvi, en el cual se ven las fórmulas listas, y solo tienes que buscarla –dice concentrado–. Mira, aquí me equivoqué porque me salió con dos puntitos en vez de uno, ¿te fijas?

—Aah, claro.

—Luego abres una aplicación que te permite recortar la fórmula y la pegas en el código HTML. Ahí apareció la fórmula.

—¿Qué es eso del archivo LaTeX?

—En realidad es un lío escribir estas cuestiones –dice con calma, y continúa.

Hamuy va dos veces por semana a hacer clases a la facultad de ciencias matemáticas de la Universidad de Chile, una de las siete universidades en el país que imparten la carrera de astronomía. En la época universitaria de Hamuy era muy distinto, en 1980 cuando él estudió era uno de los pocos de su generación interesados en la astronomía. Como en el país no existía la carrera, tuvo que estudiar física y luego completar un magíster para dedicarse a lo que realmente quería. Lo mismo le ocurrió al astrónomo Gaspar Galaz, quien hizo el magíster en astronomía en la Universidad de Chile, en 1993, y tenía solo una compañera de curso. Hubo años en que no entraba nadie. Galaz, quien hoy es académico del Centro de Astrofísica de la Universidad Católica y se dedica principalmente a estudiar las galaxias de bajo brillo superficial – galaxias gigantes y muy débiles que no deberían ser estables, pero existen, se cree, debido a que hay mucha materia oscura concentrada en esa zona–, lamenta que antes la carrera estuviera tan escondida y que prácticamente no hubiera dónde estudiarla en Chile. “Primero tenías que hacer una licenciatura en física, después otra cosa, y recién poder meterte a un postgrado”, dice.