Por Yerko Roa

Comunista, homosexual y, a lo menos, entusiasta de las drogas, Allen Ginsberg fue uno de los símbolos de la generación beat, el grupo literario estadounidense que se apoderó de la escena de ese país durante la década de los cincuenta, y que contaba además con Jack Kerouac y William Burroughs como miembros ilustres. Trató en su poesía la cultura underground de una forma sencilla de entender –una vez que se conocían sus códigos de escritura–, y ayudó a popularizar a otros poetas del siglo 20 hasta entonces desconocidos, como a la inglesa Denise Levertov y el también norteamericano Robert Duncan. Cuando tenía 67 años, Ginsberg viajó a España en 1993 y allí le pidió a Jorge Herralde, fundador de la editorial Anagrama y descubridor de escritores como Roberto Bolaño, que hiciera una nueva traducción de su libro Aullido: las que había hasta entonces le parecían lamentables. Herralde se comprometió con el poeta. 12 años después de aquel encuentro en Madrid, y ocho después de la muerte de Ginsberg, Herralde encontró a la persona que había hecho una traducción inmejorable del poema principal Aullido. Entonces marcó un número de teléfono de Santiago de Chile:

—Aló, ¿con Rodrigo Olavarría?.

Desde el sur

El traductor aparece al mediodía desde el piso menos uno de la Biblioteca Nacional, acompañado por el periodista y escritor peruano Pedro Casusol. Han estado desde temprano escarbando en el archivo de la hemeroteca para encontrar información sobre la visita de Ginsberg a Chile en 1960, para un libro que publicarán sobre la vida del poeta. Olavarría lleva lentes ópticos, un abrigo negro y luce una barba del mismo color que le cubre el mentón y forma un bigote semicircular. Sentado frente a la mesa de un café ubicado a dos cuadras de la biblioteca, Olavarría cuenta su historia.

Hijo de militantes del Partido Comunista, Rodrigo Olavarría se crió en Puerto Montt durante la dictadura, y en más de una ocasión, cuenta, prestó su cama a miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) que llegaban a la ciudad. Estudió en el Colegio San Francisco Javier, según él, un establecimiento que mezclaba distintas clases sociales. Recuerda que ahí se las daba de justiciero, protegía a los más chicos de los abusos de los más grandes, a los pobres de las bromas de los ricos, y a los hijos de padres de izquierda de los hijos de padres de derecha.

A mediados de la década de los ochenta el PC decidió hacer pública la militancia de su madre, y fue así que empezaron a llamarlo “comunista” en los pasillos. Como no podía utilizar con ellos la razón, dice utilizó la fuerza hasta que un profesor de educación física lo instó a “correr por los derechos humanos”. A pesar de que le hubiese encantado tirarle la pelota en la cara al profesor, la hizo rebotar fuerte contra el suelo, pero la pelota fue a parar justo contra la cabeza del maestro.

A los 14 años sus padres se separaron. Olavarría cuenta que su mamá estaba en Santiago y su papá estaba en otra, y así llegó a vivir con una estadounidense, Cathy Hall, también militante del PC. Él sabía algo de inglés, pero ella le dejó de hablar en español y así su nivel en la lengua de Ginsberg mejoró. Ella le regaló el primer libro de más de 200 páginas que leyó en un idioma extranjero: Peter Pan de James Barrie.

La obra de Ginsberg que más le impresiona es la que acaba de traducir, Kaddish, libro que relata la relación del poeta con su madre, Naomi Ginsberg, quien denunciaba conspiraciones secretas y tenía alucinaciones con políticos; cuestión que la llevó a pasar varios períodos en distintos manicomios. La primera vez que Olavarría leyó Kaddish fue en un bus entre Concepción y Santiago.

Fue en esa época cuando Olavarría encontró en una librería de Puerto Montt Collected Poems 1934-1952, de Dylan Thomas, en una edición de agosto de 1964 que todavía conserva. Hoy ve a Thomas como un visionario: alguien que escarbaba entre la oscuridad del lenguaje para hacer surgir una verdad profunda, que hablaba sobre la muerte, sobre la guerra, pero que no escribía ni una línea obvia. “A él lo intenté traducir primero y descubrí que no podía, y después me ha tocado leer versiones en castellano y ninguna me parece satisfactoria”, comenta. “Yo quisiera algún día atreverme a traducir de nuevo a Dylan Thomas y hacerlo bien. Pero es un poeta enorme”.

Durante la educación media conoció a un grupo alumnos que editaba un fanzine. Niños de colegio jesuita que se las daban de punk, dice. Él participó traduciendo letras de Kurt Cobain y poemas de Jim Morrison: sus primeras traducciones publicadas.

Cerca de un año después leyó Aullido de Ginsberg y tras la muerte del poeta en 1997 tradujo por primera vez algunos versos del poema homónimo, los que leyó ante una decena de familiares y amigos en la biblioteca de Puerto Montt. Entonces no se imaginaba que ocho años más tarde Anagrama publicaría su traducción del libro, la primera que Olavarría publicó en una editorial.

La obra de Ginsberg que más le impresiona es la que acaba de traducir, Kaddish, libro que relata la relación del poeta con su madre, Naomi Ginsberg, quien denunciaba conspiraciones secretas y tenía alucinaciones con políticos; cuestión que la llevó a pasar varios períodos en distintos manicomios. La primera vez que Olavarría leyó Kaddish fue en un bus entre Concepción y Santiago.

Sentado bajo la luz tenue del asiento del bus, que lo encapotaba en medio de cuerpos roncantes, con el libro abierto y en él Allen, hijo, proyectando a Naomi, su madre, en otro bus, uno que venía del manicomio. Con Naomi gritando a su hijo sobre Roosevelt y Hitler y los espías que sabían que ella sabía. Con Allen decidiendo la lobotomía a su madre, medio cerebro para extirpar a Hitler, Stalin y asociados. Con Naomi insultando, con Naomi llorando, con Naomi volviéndose loca, loca, cada vez más loca. La primera vez que leyó Kaddish, Rodrigo Olavarría lloró.

Actualizadores de textos

En Chile los traductores de escritura creativa son unos diez, y entre ellos Olavarría marca diferencia, al menos según Carlos Henrickson, quien además de ejercer el mismo trabajo es poeta y cuentista. “En la proporción chilena, diez es harto”, comenta refiriéndose a la cantidad de traductores en Chile.

Kurt Folch, que ha traducido al español libros como Las alegres comadres de Windsor de Shakespeare, no tiene idea de cuántas personas más hay en Chile realizando el oficio. “Es un trabajo solitario, y los resultados uno los revisa con amigos, que pueden o no ser traductores”, explica. Folch ha leído las traducciones de Olavarría y cree que “están muy bien”. Para él, mientras menos se note el trabajo, mejor, porque es imposible que desaparezca. “Siempre hay pequeños giros, formas de resolver versos, ciertas imágenes o palabras que son algo así como la marca del traductor”, explica Folch.

Olavarría cree que el tema depende del escritor. A Ginsberg, para él, solo hay que “trasvasijarlo”. Tampoco siente grandes dificultades para trasladarlo de cultura, como parte de una generación que creció viendo Seinfeld y Friends, dice. Su trabajo, para una editorial catalana como Anagrama, es equilibrar el habla ibérica y la expresión latinoamericana y hacer que la composición no suene arcaica.

Olavarría trabaja en el escritorio de su departamento, ubicado a dos cuadras del metro Santa Isabel, o en su estudio que está al cruzar la calle. Hay días en que trabaja durante la mañana, otros en los que no hace nada. Lo que se demora en traducir un libro depende de elementos como el número de páginas, el estilo del autor y la cantidad de conocimiento del contexto que necesite para entender el libro. El año pasado, por ejemplo, tradujo dos libros, Kaddish y Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters.

A veces, cuenta Olavarría, se le acerca una editorial y le pide que traduzca un libro, como la relación entre el autor intelectual del crimen y el sicario. Otras es él quien se acerca a una editorial, tras considerar el perfil de los libros que esta suele publicar, y les ofrece un proyecto.

El novelista y crítico Alejandro Zambra elogia la obra: “Alameda tras las rejas puede leerse como novela, como libro de relatos, como poesía. Eso es lo que más me gusta: su insobornable libertad”.

“Como traductor es de los mejores que nunca ha habido en Chile, porque sabe mezclar libertad máxima con rigurosidad obsesiva”, dice Leonardo Sanhueza, novelista, poeta y traductor, quien conoció a Olavarría cerca del año 2000, cuando este llegó a Santiago a estudiar literatura.

Sanhueza cree que Olavarría se autoimpone metas muy altas en la calidad de sus propios trabajos creativos y que eso lo lleva a casi no publicar lo que escribe, a pesar de que esos textos tienen valor. “Nos priva de leer a un escritor excelente, al autor de Alameda tras las rejas”, expresa.Alameda tras las rejas llevaba cinco años terminado y Olavarría no lo había ofrecido a ninguna editorial, hasta que en 2010 se lo pidieron de La Calabaza del Diablo, una editorial independiente.

El novelista y crítico Alejandro Zambra elogia la obra: “Alameda tras las rejas puede leerse como novela, como libro de relatos, como poesía. Eso es lo que más me gusta: su insobornable libertad”.

La historia entre Zambra y Olavarría tuvo un comienzo oscuro.

En 2006 o 2007, Zambra no lo recuerda con precisión, leyó algunos poemas de Olavarría que le impresionaron mucho. Poco tiempo después, cuando se encontró con él, se dio cuenta de que ya se conocían: era la misma persona que en 1999 había intentado romperle una botella de vino en la cabeza durante una pelea.

“Parece ser que en ese entonces era muy violento”, dice Zambra. Olavarría no está de acuerdo con la versión: él ya había dejado de lado su actitud reaccionaria del colegio y, a pesar de que su memoria no almacena mucha información respecto a esa noche, recuerda que simplemente empuñó la botella.

“Ambos decidimos dar el episodio por superado”, rememora Zambra. “Ahora es un hombre muy dulce”.

Sobre el autor: Yerko Roa es alumno de tercer año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por el profesor Alfredo Sepúlveda.