Sol Park / Retrato Sebastián Kaulen

En la década del 60 estalló la curiosidad del hombre por el universo. La carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética se tradujo en el primer hombre en el espacio –Yuri Gagarin–, en un satélite de telecomunicaciones geoestacionario en órbita y remató con el primer hombre –Neil Armstrong– pisando la luna. Mientras todo eso ocurría, la cultura popular aportó sus propias teorías –en formato de libros, películas, programas de televisión, etcétera– sobre la existencia de seres extraterrestres y del futuro del hombre más allá de la Tierra, por ejemplo con 2001, Una odisea en el espacio o El planeta de los simios, ambas de 1968. Así, la ciencia y la cultura pop se combinaron para revolucionar la forma de concebir el universo y, en especial, impresionó a los niños de la época. Uno de ellos fue el astrónomo Mario Hamuy, quien desde entonces comenzó a soñar con explorar por sí mismo las estrellas que cada noche veía en el cielo y, así, revelar los misterios que esconde el universo.

El valor de las supernovas

Mario Hamuy hoy es mundialmente reconocido en el mundo de la astronomía gracias a su trabajo en el proyecto Calán-Tololo, en el cual –a fines de los años 80– estudió la distancia del universo a partir de supernovas del tipo 1A: las estrellas más uniformes en el espacio. Tal investigación fue la base para los descubrimientos sobre la expansión acelerada del universo con que los científicos Brian P. Schmidt, Adam G. Riess y Saul Perlmutter ganaron el premio Nobel de física en 2011.

Pese a sus pergaminos, Hamuy trabaja en una oficina sin lujos del departamento de astronomía de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, ubicada en el cerro Calán, en la comuna de Las Condes. En unos 40 metros cuadrados, en su despacho hay tres escritorios, una mesa de reuniones con pilas de papeles y carpetas, cuatro repisas repletas de archivadores en las paredes. Todo el mobiliario es sencillo, funcional. No hay elementos de decoración. Sobre una pared hay un pizarrón lleno de ecuaciones donde Hamuy desarrolla sus proyectos.

Siempre que alguien le pregunta por su lazo con la astronomía, Mario Andrés Hamuy Wackenhut (52 años) retrocede hasta los comienzos de esta disciplina en Chile y cuenta que todo comenzó en 1842, cuando la primera misión de observación extranjera –liderada por el estadounidense James Gilliss– construyó el Observatorio Astronómico Nacional en el cerro Santa Lucía. Luego, recuerda Hamuy, pasó mucho tiempo hasta que en 1958 Federico Rutlland viajó a Chicago para dar a conocer las oportunidades que el cielo chileno ofrecía para la disciplina. A raíz de eso, fue en 1965 que se inauguró Cerro Tololo: el primer observatorio internacional moderno en el país. Entonces, asegura Hamuy, comenzó el boom astronómico chileno y se construyeron La Silla (1969), Las Campanas (1969) y, el más actual, el observatorio japonés-europeo Alma (2011).

—¿Por qué le interesaron las supernovas?
—En 1989 viajé a un workshop en Santa Cruz, California. Ahí escuché la charla de un astrónomo suizo que había hecho un doctorado en supernovas. Se llamaba Bruno Leidbundgut y mostró que las supernovas del tipo 1A reunían todas las condiciones para ser muy buenos indicadores de distancias, ya que todas las supernovas del tipo 1A, dijo Leidbundgut, tenían la misma luminosidad. Esas condiciones eran apropiadas para medir la distancia del universo, pero los datos que teníamos en esa época no eran buenos pues habían sido obtenidos con tecnología fotográfica antigua, de baja calidad.

De regreso en Chile, Hamuy aprovechó la oportunidad que se le presentó en Cerro Tololo para utilizar una nueva tecnología digital que permitía medir con mayor precisión la luminosidad de las supernovas. “Armamos un equipo con astrónomos de la Universidad de Chile para dedicarnos a la búsqueda de supernovas y nosotros, en Tololo, nos dedicábamos al estudio posterior y seguimiento detallado de cada una de estas estrellas”. Así fue que el equipo encontró 29 supernovas del tipo 1A, consiguiendo reunir datos únicos en el mundo que permitieron concluir que las supernovas no tenían la misma luminosidad, contradiciendo lo que Leibundgut –el científico suizo a quien había escuchado en el workshop de California– aseguraba.

El equipo de Hamuy descubrió que la luminosidad de las supernovas dependía de la velocidad de su proceso de crecimiento y muerte. “Pudimos establecer una herramienta, que nadie más tenía, para medir distancias muy precisas de las galaxias”, explica el astrónomo.

—¿Cómo se mide la distancia del universo con la información que entregan las supernovas?
—El principio es muy fácil. Si tú tienes una ampolleta y la alejas dos veces de ti, vas a recibir cuatro veces menos luz. Ésa es la teoría de las velas, la ley del cuadrado inverso o patrones lumínicos. Eso es porque la cantidad de energía que libera la ampolleta tiene que conservarse. No se puede perder ni crear. Simplemente, la energía se diluye. El desafío es identificar una ampolleta con luminosidad conocida. Ésas son las supernovas tipo 1A.