Camila Gómez B. / Fotos María Piedad Vergara

Todo lo que durante un par de horas las Fuerzas Especiales de Carabineros no pudieron hacer, Mónica Araya lo consiguió en un par de minutos. El 11 de abril pasado, en medio de la primera marcha estudiantil de 2013, la mujer de setenta y cuatro años fue grabada por CNN Chile cuando se enfrentaba a un grupo de encapuchados y los disuadía de hacer destrozos. La imagen se multiplicó en los medios y las redes sociales, y Araya –que hasta ese entonces era una abogada y activista anónima de la Defensoría Popular– dio entrevistas en programas de radio y televisión, y hasta le ofrecieron ser opinóloga. Pero si hay algo que ella no buscaba era conseguir ese tipo de fama. Solo quería convencer a los jóvenes de que la violencia no es la mejor manera de enfrentar su causa, y eso, dice, lo sabe por experiencia propia.

Mientras camina a pasos lentos por la Facultad de Derecho de la Universidad Bolivariana, María Mónica Araya Flores sonríe cuando los alumnos la reconocen y la felicitan. “¡Tía María, deme un autógrafo!”, bromea a lo lejos un estudiante. Mónica carga una cartera enorme, y una carpeta con los expedientes que debe revisar como abogada de la Defensoría Popular: organismo creado en 2008 con el fin de defender los derechos de los manifestantes frente a las instituciones de seguridad pública.

En la práctica, el trabajo diario de Araya consiste en ir a tribunales a realizar trámites para liberar a estudiantes detenidos en las marchas y seguir el desarrollo de algunos casos más complejos que defiende. Entre ellos, uno que lleva treinta y siete años pendiente y que por su edad no sabe si alcanzará a resolver.

El 2 de abril del año 1976 Mónica fue a visitar a su padre Bernardo Araya, ex diputado del Partido Comunista y a su madre María Olga Flores a su casa en Quintero, en la Región de Valparaíso. Ahí también estaban sus hijos Ninoska, Wladimir y Juan, de 9, 15 y 17 años, respectivamente. Al llegar, se encontró con la casa vacía y arrasada. Siete agentes de la DINA habían secuestrado a su familia y trasladado a un centro de detención en Santiago. Al día siguiente, sus tres hijos fueron liberados. Pero de sus padres nunca más supo.

Cargando sus fotografías, Mónica Araya visitó cuanto centro de prisión pudo en los alrededores de Quintero para ver si alguien podía identificar a sus padres. Le envió 111 cartas al general Manuel Contreras para que le revelara el paradero de sus cuerpos, pero nunca obtuvo una respuesta. En cambio, fue detenida en treinta ocasiones y torturada en 1985 junto a otros docentes de la Asociación Gremial de Educadores de Chile, agrupación a la que ella pertenecía como profesora y dirigente. Mientras todo eso sucedía, ella nunca supo que su hijo mayor, Juan Henríquez, ingresó en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y se enteró cuando él murió asesinado por agentes de la CNI en 1987 en la llamada “Operación Albania”.

Pese a que la desaparición de sus padres nunca fue aclarada, el sumario de la investigación fue cerrado definitivamente en 1992. Diez años más tarde y gracias a las Beca Valech –de reparación para familiares de detenidos desaparecidos–, Araya tomó la decisión de entrar a estudiar derecho en la Universidad Bolivariana con 69 años. Solo así –pensaba– podría entender el lenguaje judicial y exigir en tribunales una respuesta sobre el paradero de sus progenitores.

Araya empezó a estudiar derecho cuando tenía 69 años.

Carolina Galarce fue una de las estudiantes que se llevó una sorpresa cuando Araya entró por primera vez a la sala de clases. Según Galarce, su edad confundió a todos sus compañeros, quienes en un comienzo pensaron que era la profesora. “Era muy tímida, muy correcta y prudente con nosotros. Tuvimos que ayudarla para que se integrara y se soltara”, dice Galarce, con quien Araya hizo la práctica en la Defensoría Popular.

En 2007, el último año de la carrera, fue cuando comenzaron las protestas estudiantiles. Los compañeros de Araya recuerdan que ella marchaba como una más, gritando consignas de “educación gratis para todos”. El día de su titulación, apenas terminó la ceremonia en que le entregaron su diploma, Araya se cambió sus zapatos de taco alto por unos más cómodos y le pidió a una compañera que le guardara el cartón. El resto de sus compañeros la miraron extrañados. “¿A dónde vas?”, le preguntaron. “¿Cómo que a dónde voy, ninguno de ustedes me va acompañar a la marcha?”, respondió Mónica. Ni las sugerencias de que esperara solo 15 minutos ni que terminara de tomar un café la detuvieron, y hasta ahora tampoco nunca ha existido una razón para que ella deje de asistir a las marchas.

En eso estaba el pasado 11 de abril cuando vio a un grupo de encapuchados destruyendo una señal de tránsito. Araya se les acercó y les pidió que se retiraran. Al no ser escuchada, intentó con sus propias manos disuadirlos y le quitó la capucha a uno de los manifestantes. “¡Mándense a cambiar!”, gritaba Araya. “¡Usted es abogada, usted nos roba a nosotros!”, le dijo un joven que –aparentemente– estuvo muy cerca de golpearla. Pero ella no dio ni un solo paso atrás y al final el grupo de encapuchados abandonó el lugar.

Esa secuencia de imágenes fue repetida decenas de veces en televisión y Araya se convirtió en una suerte de símbolo nacional de la no-violencia. “Quería decirle a los jóvenes que es más importante luchar por el sueño de estudiar gratis que generar destrucción”, dice tranquila, sentada en una sala de la Universidad Bolivariana.

Mónica Araya se levanta del asiento y sin apuro comienza a caminar hacia el Metro. Su lucha, dice, sigue cada día, pero el tiempo para encontrar a sus padres y hacer justicia es poco. Más tarde, Araya llegará a su casa en la Villa Portales para tomar té y descansar un rato. En los últimos años, cuenta, ha pasado más horas en los tribunales que con su propia familia. Y no solo viendo querellas, porque ese es el único lugar donde ella puede dejar una flor a sus padres: en el expediente que lleva la causa. Su causa.

Sobre la autoras: Camila Gómez Bolbarán es alumna de cuarto año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por el profesor Sebastián Rivas. Los retratos son de María Piedad Vergara, alumna de cuarto año de Periodismo, y corresponden a su trabajo en el curso Taller de Fotografía Periodística, dictado por la profesora Consuelo Saavedra.