Hernán Melgarejo / Fotos Sebastián Utreras

Había llegado haciendo dedo a Montegrande, un pueblo de la Región de Coquimbo, 92 kilómetros al sureste de La Serena. Tenía 14 años. Solo llevaba una mochila y muy poco dinero. Su destino era el Valle de Elqui, un lugar que en 1991 aún no era el polo del turismo de la zona. No tenía ningún lugar para quedarse. Se había abandonado a la suerte de lo que pudiera encontrar. Ya lo había hecho antes: Su espíritu lo obligaba a tomar esa clase de decisiones. Caminó hacia el lugar, a todo sol, sin comer. Empezó a marearse. Empezó a perder fuerzas. Cuando llegó a las orillas del río, perdió el conocimiento.

Dos hippies cuidaban de él cuando despertó. Eran grandotes y barbudos, y venían llegando de Europa, recuerda Camilo Anguita. Lo llevaron al campamento donde dormían junto a sus parejas, y le dieron agua y comida. Cuando se encontró un poco mejor, le ofrecieron algo que cambiaría su vida. “Nosotros vamos a tocar a Montegrande, ¿nos acompañas?”, le dijeron. Camilo no tocaba ningún instrumento. Pero de niño había tenido contacto con un piano cuando, entre los ocho y nueve años, iba a la casa de su tía que vivía en una comunidad hippie en sector El Arrayán, en Santiago. Gracias a ella conocía a Creedence Clearwater Revival, Janis Joplin, The Doors y otras bandas de rock clásico: La música de su infancia y parte del repertorio de sus nuevos amigos.

Anguita les dijo que sí. Entonces los hippies le pasaron un bongó y partieron todos juntos de vuelta a Montegrande. Sería la primera vez que tocaría para un público y recibiría dinero por eso. Entraron a un restorán y tocaron algunos clásicos del rock setentero. Les fue bien. Ganaron lo suficiente como para no pasar hambre. Los hippies le ofrecieron a Camilo quedarse un tiempo con ellos. Aceptó.

Así comenzó la historia de Anguita como músico, la que no acabaría jamás, y que en 2014 lo llevará a uno de los festivales más importantes de Latinoamérica, Lollapalooza Chile, no sin antes haber recorrido miles y miles de kilómetros de “viajes físicos y espirituales” por Sudamérica.

Los primeros llamados

Anguita nació en Viña del Mar en 1977, en una familia de clase media marcada por el arte y la aventura. Su único hermano, Matías, es maratonista y actualmente se encuentra corriendo Chile de Arica a Punta Arenas por la carretera. Uno de sus tíos abuelos fue Eduardo Anguita, poeta de la generación del 38 y Premio Nacional de Literatura. Y otro familiar suyo, Aquiles, dedicó su vida a viajar por el mundo y a tomar fotografías.  De él son algunos de los recuerdos que conserva de su infancia en la Región de Valparaíso, antes de partir con su familia a Santiago.

Estudió en el colegio Inuit, que tenía un malla de cursos especialmente artística. Ahí se discutía de arte y política, asistían los hijos de algunos Sol y Lluvia, y siempre había música sonando. Fue una combinación de la influencia de su colegio y de largos viajes que hacía en bicicleta en los que iba silbando canciones, lo que hizo que Anguita empezara a sentir una conexión especial con la música antes de su experiencia en el Elqui. Pero fundamentalmente, para él, fue su propio espíritu el que empezó a hablarle y a acercarlo a las artes.

“Lo que uno siente es un llamado. Eso es lo que brota del interior y lo que hace que una persona quiera viajar, correr, bailar o hacer música. Y si uno tiene oídos para escuchar, vienen todas las bendiciones. El espíritu es manifestación y nosotros somos su canal”, dice en el segundo piso del Emporio del Barrio, un pequeño bar-restorán ubicado en Providencia, donde produce los shows de un ciclo de bandas emergentes.

Su primer llamado llegó a los trece años, durante unas vacaciones de verano. Sin mucha planificación, tomó sus cosas y junto a un amigo del barrio se fue “haciendo dedo” al Valle de Elqui. Ahí fue acogido por una comunidad de vegetarianos que lo iniciaron en la meditación y el servicio comunitario. Ayudó a levantar construcciones, a cosechar hortalizas y vivió “algunas experiencias sobrenaturales”. Cuando volvió a Santiago, después de dos meses, ya no era el mismo. Su viaje ya había comenzado.

La voz de la música

Al año siguiente partió solo al Elqui, trabó amistad con los hippies, aprendió a tocar bongós y nunca más pudo despegarse de la música. Después de otros dos meses volvió a Santiago, empezó a estudiar guitarra y formó sus primeras bandas de rock y folclor. Hacía de DJ con cassettes en las fiestas, y de a poco adoptó el look y los ideales del punk. Ganaba dinero tocando en las micros, restoranes y en las calles, y agregó a sus cada vez más habituales viajes al Elqui otro destino: San Pedro de Atacama, donde tuvo sus primeras experiencias alucinógenas con el cactus San Pedro.

En ese pueblo estaba cuando a los 18 años, después de un viaje que duró todas sus vacaciones de invierno, hacía dedo en la carretera para regresar a Santiago. Había ido con un amigo músico y artista circense, que se había adelantado unos metros cuando paró un auto.

—¿Señor, nos acerca a Santiago?

—Voy a Paraguay —le respondió el conductor. En ese instante, Anguita sintió otro llamado.

—¿Y qué se necesita para ir a Paraguay?

—Solo carné y ser mayor de 18 años.

Anguita lleva tatuados un Krishna y un Buda en sus brazos.

Sin haberlo planeado antes, Camilo llamó a su amigo y le preguntó si lo acompañaba a Paraguay. Su amigo le dijo que sí. Se subieron al auto y partieron a Jujuy, Argentina, el primer destino del conductor. Desde ahí siguieron por su propia cuenta la ruta que los llevó por Paraguay hasta Brasil. En este país estuvieron un mes viviendo como cargadores, con unos camioneros que transportaban alimentos a los supermercados de las favelas. Cuando ya habían aprendido a hablar portugués regresaron a Santiago.

Anguita no terminó el colegio y siguió viajando. Al año siguiente, y con su mismo compañero, llegó hasta Venezuela haciendo dedo y ganando dinero con la música. Los tiempos de viaje empezaron a hacerse cada vez más largos, y su amor y conocimiento sobre las raíces latinoamericanas se fue acrecentando. “Sudamérica es maravillosa. Para mí, lo mejor que me ha sucedido en la vida es vivir aquí”, dice.

De las ansias de mayor conocimiento sobre Sudamérica nació un segundo amor: África. “Lo de África es el estudio que he dado para ser un guardián de la cultura de nuestros ancestros. En la época del Godwana éramos el mismo pueblo”, dice Anguita, hoy uno de los principales exponentes de la cultura afro a través de varios proyectos, uno de los cuales es su banda Orixangó.

La familia Orixangó

A San Pedro de Atacama llegó una vez Rodrigo Riffo, un maestro de música afro que fue a dictar una clínica de djembé, un instrumento de percusión. Camilo Anguita tenía ya 24 años y vivía en una comunidad de bio-construcción ubicada en un pueblo indígena llamado Sequitor, ubicado a 3 kilómetros de San Pedro de Atacama. A partir de entonces empezó a familiarizarse con el djembé y los ritmos africanos. En agosto de 1999 formó junto a dos amigos músicos –Claudio Riquelme y Felipe Zapata– Orixangó, una banda que tomó prestado su nombre de una divinidad proveniente de la mitología de los pueblos africanos yorubas.

En un comienzo la banda se dedicaba a tocar versiones de temas latinoamericanos, pero de a poco el proyecto comenzó a convertirse en una comunidad de 22 músicos y bailarines que por medio de la música y los ritmos afro contaban historias sobre ancestros, mapuches, espíritus y el cosmos. Agregaron instrumentos como el didgiridoo de Australia, flautas andinas, tambores africanos, el kora de África Occidental y guitarras eléctricas, y su propuesta, cada vez más sólida, empezó a expandirse de boca en boca.

El 9 de enero de 2000 fue el debut en la salsoteca Maestra Vida de Santiago. Había una fila tan larga, recuerda Anguita, que no todos pudieron entrar. Desde ese instante las invitaciones a festivales a lo largo de Chile no pararon, como tampoco el intercambio cultural con maestros africanos que vienen especialmente a Chile a dictar clases.

Camilo Anguita dejó Chile en 2002 y vivió cuatro años en Brasil en una comunidad indígena, donde formó una banda con músicos uruguayos y estuvo dedicado a la meditación y a hacer música espiritual. En 2010 partió a Isla de Pascua, donde fue invitado como DJ para un evento, y terminó quedándose 9 meses con su propio programa de reggaemusic en la radio Manukena. Orixangó siguió sin él durante algunos períodos hasta su vuelta definitiva a Chile en 2011. A la fecha, 40 músicos han pasado por la banda en distintas etapas del proyecto.

Hoy Orixangó está compuesto por 12 integrantes y tienen un disco en el que colaboró Joe Vasconsellos. Para el show en Lollapalooza a fines de marzo próximo –que darán en el escenario de Kidzapalooza– contarán con la presencia de Fanta Konate, una bailarina y cantante de Guinea que vendrá con parte de su familia a compartir escenario y a mostrar danzas y ritmos tradicionales de su país.

Además de Orixangó, Camilo Anguita participa en la banda fusión Kora Dub y en un proyecto de recopilación de cantos tradicionales de África llamado Cantos del Baobab. Es productor del teatro Huemul y organiza un ciclo de música chilena emergente en el Emporio del Barrio.

En sus brazos tiene tatuado un Krishna y un Buda, y en el escenario del Emporio tiene una imagen de la virgen de Guadalupe. También le reza a Cristo y medita cuando puede. Después de años de viaje, música y llamadas espirituales, cree tener clara su visión del mundo.

“Este planeta tiene mucho amor, mucho cariño, mucha buena onda. Si las personas lograran entender eso, estaríamos celebrando, bailando y cantando. Podríamos disfrutar mucho más la vida”, dice antes de que empiece el show de una de las artistas invitadas al ciclo de música que produce, y que se despida llevándose las dos manos al corazón.

Sobre el autor: Hernán Melgarejo es alumno de cuarto año de Periodismo y esta entrevista la realizó especialmente para Km Cero.