Por Consuelo Ferrer / Ilustración Mathias Sielfeld

En la cárcel de Puente Alto existe algo que todos conocen como “el multitaller”. Se trata de dos salas pintadas de amarillo que tienen mesas rayadas con témpera y que acumulan en los rincones mosaicos a medio hacer, cuadros a medio pintar. Es viernes y en una sala hay cuatro reos y cuatro estudiantes de literatura. De la sala contigua se escucha a un grupo dos veces más grande que repite las vocales al unísono: “A, E, I, O, U”.

Los internos que están ahí fueron seleccionados por Carolina Salas, la asistente social de Gendarmería, que se encarga de manejar los distintos talleres que se realizan en la cárcel. Salas tiene en su oficina una carpeta con cientos de hojas escritas a mano que dicen cosas como esta: “Yo me dirijo a usted con el debido respeto que su autoridad se merece, para pedirle lo siguiente: un cupo para el taller de mosaico, ya que me encuentro con los requisitos solicitados. Tengo muy buena conducta y llevo 34 meses de 5 años”. En el recinto hay talleres de pintura, fútbol calle, teatro, fotografía. Es viernes y, como es habitual, lo que congrega a los internos es el lenguaje.

Cada semana, Francisca Toro y Trinidad Cabezón, ambas de 22 años, pasan dos horas en el multitaller hablando de libros y normas lingüísticas. Cuando en 2012 fundaron Irpasi –palabra que en aymara significa “compañero que nunca abandona al otro”–, salían del recinto exhaustas, como si las últimas dos horas no las hubieran pasado hablando de literatura. Hoy ni ellas ni los otros ocho voluntarios se van cansados. Luego de dos años, dicen, se acostumbraron al ritmo de la cárcel.

Antes del primer taller Daniela le repartió ejemplares de Santa María de las flores negras a una decena de internos, pero el día de la reunión nadie los había leído. Entonces entendió que había que partir de cero y empezaron a leer durante las sesiones. El proyecto fue tomando forma y pasó a llamarse Mi espacio sin límites.

Francisca y Trinidad estudian Licenciatura en Letras en la Universidad Católica y encabezan dos talleres distintos. Uno de los cursos, el proyecto original, intenta ser un reforzamiento de habilidades lingüísticas y está a cargo de Trinidad. Los internos leen cuentos y poesía, y ejercitan ortografía y gramática. “Es bonito estar allá, pero necesitas entregarles herramientas que vayan a serles útiles una vez que salgan”, cuenta. Además revisan cómo escribir currículos y solicitudes de trabajo.

El otro está a cargo de Francisca y más que lingüístico, es un taller netamente literario. “Como no tiene la parte práctica, buscamos que les haga sentido, que vean que a través de la literatura se han tocado temas que a ellos también los pueden tocar: lo que te pasó a ti ya le pasó a otro, y salió de eso”, dice. En una sesión pueden leer fragmentos de La vida es sueño y, a la semana siguiente, ellos traen lo que hayan desarrollado sobre el tema del encierro.

Pero antes de Irpasi UC, el primer acercamiento de los internos a la literatura fue en 2008, de la mano de la Biblioteca de Santiago. Daniela Osorio llevaba dos años a cargo de las actividades del Bibliobús ­–un furgón que se encarga de llevar libros a los lugares a los que la biblioteca no llega– cuando pensó en las cárceles. Lo primero que intentó fue repartir cajas de libros en la expenitenciaría, la cárcel de San Miguel y en la de Puente Alto. Fue durante las entregas en esta última cuando los internos empezaron a reconocerla. “Entraba a repartir cajas y me hablaban de literatura. Había una inquietud”, cuenta. Por eso desarrolló un plan lector en los recintos penitenciarios y empezó en Puente Alto con un club de lectura.

Antes del primer taller Daniela le repartió ejemplares de Santa María de las flores negras a una decena de internos, pero el día de la reunión nadie los había leído. Entonces entendió que había que partir de cero y empezaron a leer durante las sesiones. El proyecto fue tomando forma y pasó a llamarse Mi espacio sin límites.

Daniela empezó a trabajar con la ayuda de Carolina Salas, la asistente social de Gendarmería, quien fue la encargada de seleccionar a los reos desde la primera reunión. “Los que iban no eran los choros, eran los que querían hacer conducta, tener una mejor calidad de vida o estar en un espacio más ameno”, recuerda Daniela. Lo que la bibliotecaria llama “hacer conducta” se enmarca dentro del Programa de Rehabilitación y Reinserción Social que impulsan en conjunto Gendarmería de Chile y el Ministerio de Justicia. Gracias a este, los internos que cumplan con ciertas horas de actividades laborales, recreativas o de educación pueden reducir su condena o acceder a beneficios como las salidas dominicales o de fin de semana. Las reuniones de lectura de Daniela formaban parte de los talleres Arte Educador que se siguen impartiendo en todas las regiones de Chile y que reciben anualmente cerca de mil 500 reos en todo el país.

En 2011, cuando el taller ya llevaba tres años de funcionamiento, Daniela avanzaba por los pasillos de la cárcel junto a ocho reos formando un escudo humano a su alrededor. En su mano llevaba extractos de poemas y cuentos que ellos, los nueve, habían seleccionado. Era el día del libro y la bibliotecaria y sus internos estaban interviniendo el recinto con literatura. Cuando llegaron a una de las recepciones se encontraron con un gendarme en su escritorio y frente a él una reja. Al otro lado había más de cien hombres que se agolpaban y estiraban sus manos hacia ella a través de los barrotes:

—Señorita, señorita, un poema para mi polola.

En ese momento la cárcel estaba al 123% de su capacidad. El recinto albergaba a 1.778 hombres. Su taller de lectura había empezado con quince reos.

Según datos de Gendarmería, en la Región Metropolitana solo el 47,9% de los internos que realizan talleres artístico-educativos los concluyen, pero a la bibliotecaria las estadísticas no le importan. Para ella, el éxito no se mide en cuánto más rápido terminan leyendo los internos. “A través de la lectura tú les muestras el mundo y ellos se involucran”, dice. “Les interesa porque se les olvida que están presos y dicen que esto les saca la ‘cana’ de la cabeza”.

Según datos de Gendarmería, en la Región Metropolitana solo el 47,9% de los internos que realizan talleres artístico-educativos los concluyen, pero a la bibliotecaria las estadísticas no le importan. Para ella, el éxito no se mide en cuánto más rápido terminan leyendo los internos.

Cuando se les pregunta a los reos por sus motivos para asistir a los talleres, repiten cosas como que les sirve para escapar de la rutina y distraer la mente, para salir del mundo de la cárcel, los conflictos y los problemas. Que aprenden cosas que después pueden enseñarles a sus hijos, que invierten el tiempo libre en cosas buenas. “Tengo mi tiempo ocupado, no pienso en andar leseando. Pienso en trabajar y estudiar, no más”, dice Juan Carlos Briones, interno que participa del taller de literatura de Irpasi, “me sirve como persona. A uno lo hace crecer, enriquecerse mentalmente”.

Los internos que participan del taller están en la cárcel por un motivo. En Irpasi prefieren no preguntar cuál. Daniela tampoco lo hace, pero una vez se enteró por casualidad de lo que varios de sus alumnos habían hecho. Antes de eso, en el taller leyeron un cuento de Roberto Bolaño llamado El ojo silva.

En el cuento hay un fotógrafo homosexual que va a la India a retratar un burdel. Al hombre le ofrecen una mujer y se niega, le ofrecen un hombre y se niega, le ofrecen un niño y el hombre vuelve a negarse.

—¿Por qué le llevan a un niño? –le preguntó un interno a la bibliotecaria.

—No es lo mismo ser homosexual que pedófilo, ¿cierto? –respondió ella.

Pero ninguno de los que ahí estaban respondió y, cuando el cuento terminó, hubo silencio.

Los asistentes al taller eran de la tercera edad y a Daniela después le dijeron que casi todos habían sido condenados por delitos relacionados al abuso sexual. “No sé qué les habrá pasado con el cuento, pero lo que se dio fue raro”, dice la bibliotecaria.

En un grupo similar, otros editaron una revista que bautizaron Tumor benigno. Uno de los números trataba de la paternidad y en él había un poema titulado Solos:

El viento sopla fuerte /

la noche hace estragos /

el día no se ve /

mi corazón está nublado /

Como el cielo llora sus ángeles /

así más tu padre te ha llorado.

Daniela había propuesto ese tema porque lo consideraba clave, aunque no siempre lo vio así. Una vez, entre los libros, a la bibliotecaria se le coló uno infantil. Un interno lo encontró y se lo pidió para leerlo con su hijo en la visita. Él le explicó que no sabía de qué hablarle que no fuera relativo a la cárcel.

Entonces Daniela pensó en ese vínculo y desde febrero de este año está trabajando en un nuevo proyecto que piensa llamar Compartiendo sueños con mi hijo. Su idea es capacitar a los internos en literatura infantil y facilitarles material para que puedan compartir con sus hijos. Planea grabarlos leyendo, para que los niños puedan tener a sus papás contándoles un cuento cada noche, independiente de que sus camas estén lejos.

Sobre la autora: Consuelo Ferrer es alumna de cuarto año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por el profesor Alfredo Sepúlveda.