Carla Ruiz Pereira / Fotos Sebastián Kaulen

Con vista a la Universidad de Yale, en Connecticut, César Pelli tiene su oficina en un segundo piso. Fue ahí donde el famoso arquitecto argentino-estadounidense –responsable de los planos de las Torres Petronas de Kuala Lumpur y del World Financial Center en Nueva York–, se reunió con Horst Paulmann y los socios de la oficina chilena de arquitectura encargada de desarrollar Costanera Center. En una amplia sala de reuniones, iluminada por numerosos focos fluorescentes y tapizada con múltiples pizarras acrílicas para dibujar bosquejos, Pelli acomodó sus diseños. En una de las paredes había planos del terreno donde se construiría la torre y en una mesa, cinco maquetas. Después de un momento, Paulmann eligió el diseño que más se acercaba a sus expectativas: una torre de líneas simples y superficie lisa, para que limpiarla resultara fácil.

Meses antes, Yves Besançon había llamado a Horst Paulmann para proponerle hacer un edificio iconográfico, emblemático y singular en el terreno que el empresario había comprado hace más de veinte años a la empresa CCU, en la intersección de las avenidas Costanera Andrés Bello y Nueva Tajamar, en Vitacura.

—Yves, yo estoy de acuerdo en hacer esta torre más alta, pero ¿se ofendería si nosotros le pidiéramos que se asociara con un arquitecto experto en rascacielos? —le propuso Paulmann.

—No sólo no nos ofenderíamos, sino que nos encantaría. Para nosotros la experiencia de otros arquitectos extranjeros es muy buena, pero déjeme elegir a mí al arquitecto —respondió Besançon.

En 2004, así nació Costanera Center. César Pelli sería el arquitecto conceptual e Yves Besançon la cabeza que desarrollaría el proyecto en Chile.

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Desde que comenzó la construcción en 2006, más de cinco mil personas han trabajado para que la “coronta de choclo” –como algunos santiaguinos llaman a la torre Costanera Center– sea ocupada por oficinas a comienzo de 2014. Mientras, hoy sus 85 mil toneladas de acero ya proyectan una sombra de casi dos kilómetros al amanecer.

Hace seis meses Fernando Campos, uno de los trabajadores involucrados en la construcción, disfrutaba de la oficina más alta de Sudamérica. Desde ahí era posible ver casi toda la ciudad. Los autos parecían miniaturas y las personas, hormigas. No era gerente ni director de un holding. Él era el hombre que manejaba la grúa que construyó el edificio más alto en Sudamérica.