CUEROVACA: DETRÁS DEL CUERO
En el paseo El Mañío de Vitacura, el olor que proviene del restorán Cuerovaca a las 19:30 horas no da pistas de lo que pasará en ese mismo lugar solo una hora más tarde. Por María Pía Larrondo
De las 105 reservas, solo una ha llegado. Entonces, a las 19:30 horas, en la terraza del restorán Cuerovaca reina la paz. Diseñado y decorado por su dueño, Juan Gabler, Cuerovaca tiene capacidad para 190 personas, luz tenue, música brasilera, paredes blancas con diseños hasta el límite del techo, piso de madera y sillas de cuero para la llegada de los clientes. A las 20:30 se ocupan todas las mesas del salón, donde los comensales pueden ver cómo se cocinan sus pedidos. Risas se escuchan en el comedor, donde el español se mezcla con el portugués y el inglés.
Cada cierto tiempo se repite la misma escena, un grupo de hombres treintañeros entra por la puerta guiados por la anfitriona. “La mayoría de ellos son carnívoros y vienen con los compañeros a comer después del trabajo”, explica Aldo Iturriaga, administrador del local.
El olor a parrilla se cuela por las puertas que dan a la cocina. Dentro de ella, el chef Esteban García y su ayudante Erik empiezan a recibir los pedidos que imprime la “comandera”. Sin vacilar, García toma las órdenes, las alinea y las ojea. Como en un baile, comienza la acción.
En diez minutos todos los pedidos están listos. En esos diez minutos el chef y su asistente corren de una mesa a otra revolviendo y condimentando. En la cocinilla, a la izquierda los champiñones salteados, a la derecha las espinacas a la crema. De pronto se escucha un “¡PUM!”: La carne del sartén expulsa una llama de un metro y medio, y el chef jefe la sigue trabajando sin inmutarse.
La temperatura de la cocina comienza a subir. El reggaetón que suena en la radio acompaña al timbre del horno y a los gritos que resuenan de un lado a otro.
—¿En cuánto sale el corazón?
—¡Dame 30 segundos! –grita el chef.
Se abre y se cierra el refrigerador. El interior está completamente lleno, pero poco a poco las torres de carne van disminuyendo. El calor del horno pone más denso el ambiente y el olor a queso, de los hongos al gratín, impregna la cocina. El dueño entra y todos en la cocina se callan, trabajan más lentos. Cuando se retira vuelve el ritmo habitual. Los mozos se llevan las ensaladas y las carnes que les entregan desde la parrilla.
Al otro lado de la cocina se vive un clima aún más intenso. Los parrilleros traspiran mientras esperan el punto perfecto. Bifes de chorizo, prietas, entrañas, plateadas, wagyu y asado de tira son algunos de los cortes que cada tres minutos salen desde la parrilla. El ayudante de cocina agita las verduras salteadas y dice: “La entretención de este trabajo es la adrenalina que se siente cuando se llena de clientes. Se pasa el tiempo volando y también se bajan algunos kilitos”. A las 22:00 solo han tenido un par de pausas para poder respirar y bromear entre ellos.
Mientras, en el salón, los clientes esperan bebiendo vino la llegada de sus platos. Los mozos rellenan las copas. Apenas se distinguen las conversaciones, pero no hay olores a fritura, gritos ni reggaetón. Los comensales no se enteran de lo que pasa al otro lado de la pared. Tranquilamente, un mozo entra a la cocina, donde se retoma toda la acción.