A través de las que eran las ventanas de su departamento, Evelyn Silva observa la comunidad donde vivió, momentos antes de dejarla.

La espera en ruinas

 

Sandra Uribe se quiere rapar. La noche del martes 21 de octubre de 2014, en un arrebato depresivo, se tijereteó los cabellos teñidos de burdeos, pero su marido, Claudio Hernández, impidió que cumpliera con su propósito. Lamenta que nadie la entienda: lo que busca es que la regeneración de su pelo acompañe la regeneración de su vida.

Los Hernández Uribe fueron una de las 504 familias escogidas para dejar Bajos de Mena durante la segunda etapa del programa de recuperación urbana. Su fecha de salida: 15 de diciembre. Por eso, viven la dualidad del papeleo, los trámites, la búsqueda de una casa nueva, de una vida nueva, versus el drama de que, mientras tanto, eso sólo son sueños. Aún viven en Bajos de Mena, Villa Francisco Coloane, bloc 01306, departamento 13, y sus vidas no han cambiado en lo absoluto.
Afuera, en la esquina de San Pedro con Santa Rosa circulan dos patrullas de Carabineros. No es un control rutinario. Mientras un grupo de oficiales golpea con agresividad las puertas e ingresa gritando al bloc del otro lado de la calle, un joven corre a la puerta del 13.
—Señora Sandra, el Carlos. Los pacos andan buscando, se robaron un camión de Avon.
—Cabro de mierda, lo mismo de nuevo.

Una de las consecuencias sociales del hacinamiento es el juicio entre los miembros de la comunidad.

Hace tres semanas, Carlos, el segundo de los seis hijos de Sandra, salió de la cárcel. Adicto desde los veinticuatro años a la pasta base, cayó tras las rejas precisamente por oficiar de conductor en el asalto de un camión hace un año. Aunque sus vecinas se enojan cada vez que lo dice, Sandra lo confiesa sin culpa: estaba más tranquila cuando su hijo estaba adentro. “Por lo menos ahí sabía que no andaba metido en cuestiones raras”, afirma.
Unos minutos más tarde, Carlos entra corriendo por la puerta. Jura que no tuvo nada que ver. Su madre suspira de tal forma que no es posible descartar enojo o alivio. Mientras, él se esconde en su habitación; no vaya a ser que los policías lo vengan a buscar sólo por tener antecedentes. La pieza está separada del resto de la casa por un cholguán tan delgado que se escuchan cada uno de sus movimientos.

Se escucha todo lo que ocurre de una habitación a otra, separadas sólo por un cholguán.

Para los estándares de Francisco Coloane, el departamento de los Hernández Uribe es un verdadero lujo. Hace siete años Claudio compró el departamento colindante, lo que les dio la posibilidad de duplicar el metraje cuadrado de la vivienda. Aunque ahora viven cinco personas, en un momento llegaron a ser 16 entre padres, hijos y nietos. El piso de cerámica amarilla está perfectamente encerado, los utensilios de la cocina se apilan ordenados en los escasos muebles de la casa y la mesa del comedor luce un arreglo de flores bordadas en rosa pálido, el mismo tono de los muros. Pero la temperatura supera los treinta grados y cada vez que se cuela la brisa por las ventanas abiertas el aire huele inconfundiblemente a caca. Un hedor pegajoso, que se impregna en cada objeto que toca, en la ropa, en las manos y en la cara.
—Estoy entre tres opciones —explica Sandra—. Quedarme aquí en Puente, irme a Conchalí para estar más cerca de la Evelyn, mi hija, o comprarme una casa en la playa, arrendar una pieza y vivir de eso.

La vida familiar se construye en espacios sin privacidad donde han llegado a convivir más de diez personas en un sólo departamento.

Sandra es oriunda de Valdivia y desde joven sueña con ser casera de su propio negocio. Antes de que nacieran sus hijos trabajó en algunas tiendas y hace siete años intentó poner un bazar dentro de su departamento, pero de tanto fiar terminó perdiéndolo todo. De todas formas, lo quiere volver a intentar en su próxima casa, cualquiera que sea el destino que termine escogiendo. Claudio lleva siete meses desempleado por lo que el único sustento de la familia es lo que Sandra vende en la feria libre que se instala todos los jueves y domingos en la calle San Pedro. Ha vendido desde plásticos hasta ropa usada, y ahora está probando suerte en el rubro de los adornos de cumpleaños y despedidas de soltero.

“La casa nueva va a significar una vida nueva, y quiero partir de cero, que mi vida cambie por completo”, dice Sandra Uribe, que espera dejar cuanto antes Bajos de Mena.

Mientras Sandra fuma un cigarrillo, Carlos dejó su habitación hace rato. En busca de privacidad, salió a la calle para discutir con Nicole, su pareja desde hace diez años y la madre de sus tres hijos. Aunque se escucha el volumen de los gritos, no es posible comprender las palabras que se entremezclan con el rap latino que sale de los parlantes del departamento de enfrente. Sí se puede ver que en un momento de furia, Carlos vuelve a la casa llorando.

—El Amaro, el menor del Carlos, está hospitalizado hace cinco días y él ni se ha aparecido por el hospital. Qué la Nicole lo rete, no más.

Unos días atrás, un grupo de vecinas que esperaban ser atendidas en la oficina del Serviu coincidían en que lo peor de Bajos de Mena no es que los edificios se caigan a pedazos, sino que, entre el hacinamiento y las drogas, se destruyen las familias. Sandra está de acuerdo. Siente que, a pesar de que hizo todo lo que estaba a su alcance, le falló a sus hijos. Por eso, la demolición tiene un significado realmente profundo.

Un grupo de vecinas en la oficina del Serviu coincidían en que el mayor costo de vivir en Bajos de Mena es el riesgo a que se destruyan las familias.

—Yo quiero nacer de nuevo, por eso me quiero cortar el pelo. La casa nueva va a significar una vida nueva, y quiero partir de cero, que mi vida cambie por completo.
A menos de dos metros, separado por el cholguán milimétrico, Carlos se pasó la hoja de afeitar repetidas veces por cada una de sus muñecas. Cubierto de sangre, llora como si fuera un niño. Nicole le cura las heridas con la tranquilidad de quien ha repetido muchas veces la misma tarea. Luego vuelve al hospital, donde Amaro –su verdadero niño– lucha contra un cuadro de virus sincicial.

Lee los otros capitulos de esta crónica:

Parchar las grietas  

El campo de batalla

El éxodo

Epílogo

El programa del plan piloto

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