Por Javiera Yáñez/Ilustración: Mathias Sielfeld

I

“Sí, él fue. Fue él, estoy segura”, dijo la testigo desde su asiento, apuntando con el dedo al joven de entonces 21 años que tenía sentado en frente, y vestía una camiseta blanca de Colo Colo. Cristian Rojas Galvani era acusado por un robo con homicidio ocurrido el miércoles 10 de diciembre de 2008. Seis meses después, en la sala del Séptimo Tribunal del Juicio Oral en Lo Penal de Santiago, había cerca de 30 personas esperando la sentencia del juez: los parientes de la víctima, los del acusado, los periodistas.

En la corrida de asientos atrás de Cristian y su defensor, su familia lo acompañaba en silencio mientras sus vecinos esperaban afuera de la sala, tranquilos, confiados. Era un día de calor, y la idea era que una vez terminado el juicio partirían juntos a un asado en la población La Legua, para celebrar que todo había terminado.

Pero el juez –basado en el testimonio de la única testigo de los hechos– encontró al joven culpable de los cargos que se le acusaban y lo condenó a 20 años de cárcel. En silencio, Cristian no podía creer lo que estaba pasando. Pensó que nunca saldría de ahí, que jamás volvería a su casa. Su familia reaccionó de forma inmediata al escuchar la sentencia alegando que él era inocente, que debía haber un error. Pero la condena estaba dictada y la prueba era concluyente: la testigo había ratificado frente al juez que Cristian era el homicida de su pareja.

—¡Llora con ganas ahora, viejo de mierda! –le gritó, también llorando, la tía de Cristian al papá del joven asesinado, mientras los gendarmes retiraban al condenado de la sala.

Pasaron 19 meses antes de que se comprobara que todo había sido un error.

 

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