VII

Dentro de la Cárcel Santiago 1, Cristian estaba en el módulo o torre 26, en el cuarto piso. Su celda medía cerca de nueve metros cuadrados, tal como él muestra marcando con pasos grandes desde un extremo de la mesa de su casa hasta la estantería. “Era de este tamaño”, dice dibujando un cuadrado en al aire con sus manos. Allí solo había una cama y un baño.
El Marco Antonio, así le pusieron cuando llegó a su torre. No sabe por qué, pero de esa manera se hizo conocido para el resto de los presos e incluso entre los gendarmes. Logró generar relaciones cercanas con varios internos. Hay con quienes incluso se sigue viendo hasta el día de hoy. Ellos cumplieron sus condenas y mantuvieron su amistad con Cristian fuera de las rejas.
En los tres primeros pisos de su torre los internos debían compartir las celdas, pero cuando Cristian llegó, pidió expresamente no tener que compartir la suya. Habló con el director y le explicó que no le gustaba vivir con gente, que quería estar solo. Que por favor quería estar solo. Así sin más le asignaron la celda 84 del cuarto piso, donde pasó los 19 meses que estuvo privado de libertad. Ese lugar de tres por tres metros se transformó en su nueva casa.

“Los gendarmes adentro te pegaban feo. Cuando los locos se portaban mal, cargaban con cualquier persona y le pegaban sus lumazos. Te dejaban el golpe marcao con esos palos”.

Con los codos apoyados en las rodillas y mirando hacia el frente, Cristian cuenta que hubo varios momentos difíciles, pero el que más recuerda fue la madrugada del 27 de febrero de 2010. Había sido una noche como cualquier otra, y estaba durmiendo cuando empezó el terremoto. Por la altura en la que se encontraba, podía ver cómo la torre se movía completa de un lado para otro, pero las rejas seguían cerradas.
—Yo solo me arrodillé en el piso y lloraba: ¡“Señor, por qué me tiene que estar pasando esto, por qué llegué a este extremo!”.
Valeria, su hermana, iba todas las semanas a verlo a la cárcel, pero esa vez fue cuando quería con más urgencia hablar con él y saber que estaba bien.
—Gracias a Dios, así fue –dice ella sentada en el sillón de su casa mientras peina a su hija menor para llevarla al colegio.
Se levantaba a las seis de la mañana para ir a dejarle a Cristian jabones y otros artículos de aseo; hasta un televisor pequeño le llevó una vez. Cada interno tenía dos horas de visita diariamente, de tres a cinco de la tarde, pero luego de las largas filas de espera para llegar a la puerta, Valeria lograba entrar ya cerca de las cuatro. Daba el nombre de su hermano para que un gendarme lo mandara a llamar. Poco más de una hora después, debía irse.
Los lumazos de los gendarmes. Eso es lo otro que Cristian recuerda con facilidad al volver a hablar de los días en que estuvo preso. Era uno de los pocos internos tranquilos, asegura, pero sí sabía cómo defenderse. Aún así, trataba siempre de dar los menos problemas posibles, para evitar las consecuencias. Pero, eso no lo dejó fuera de los conflictos que se desataban entre los internos y sus vigilantes.
—Los gendarmes adentro te pegaban feo. Cuando los locos se portaban mal, cargaban con cualquier persona y le pegaban sus lumazos. Te dejaban el golpe marcao con esos palos (…). Como cinco veces me pesqué a combos. A veces los hueones se me acoplaban y entre todos me querían pegar. Y ahí me defendían los gendarmes. “No le peguen al Marco Antonio”, les gritaban y los inmovilizaban –cuenta Cristian imitando una voz grave y haciendo el gesto con las dos manos de pegarle a alguien con un fierro.
Hoy, casi cinco años después de haber dejado Santiago 1, aún sueña con esos días en la celda 84.