II

“Súbase a mi cacharro”, dice el hombre de un metro cincuenta que espera junto a la estación de metro San Joaquín, a eso de las diez y media de la mañana de un día de agosto. Juan Rojas –48 años, jardinero– arrastra una pierna mientras camina hacia la puerta de su auto, un Ford Laser del 81 con la pintura descascarada casi por completo, y dos banderas de Chile instaladas a cada lado del parachoques. Viste una polera deportiva amarilla y ancha, y unos pantalones de buzo color morado. “A mi cabro me lo cargaron”, dice camino a su casa para buscar los documentos que tiene guardados del juicio de su hijo hace ya cinco años. Detiene el auto en un pasaje pequeño frente a la casa en la que vive con su pareja en la población La Legua, en la comuna de San Joaquín. Su esposa, la madre de sus cinco hijos, cuenta Juan, los dejó poco después de que naciera el último de ellos.

Cristian fue acusado de asesinar al estudiante de Bibliotecología de la Universidad Católica Rubén Pailamilla. Estuvo 575 días en la cárcel por error.

Del diario La Cuarta, Juan ha guardado todas las noticias relacionadas con la detención de Cristian. Los recortes muestran cada escrito y foto publicada desde el momento en que fue detenido en 2008, hasta mayo de 2010, cuando fue liberado tras comprobarse que fue identificado como el autor de un crimen que no cometió. Toma cada papel con la mano, resumiendo en sus palabras lo que la noticia cuenta. De tanto en tanto, partes de carabineros por infracciones a algunas de las leyes del tránsito se cuelan entre los recortes:

—¡Y yo que venía buscando estas hace rato! –dice apartándolas sobre la mesa.

De regreso en el auto, Juan maneja hasta la casa en la que Cristian vive junto a dos de sus hermanos. Es su última parada antes de irse a trabajar con sus herramientas a “las villas más grandes de Vicuña Mackenna”. Del resto de sus hijos, él habla poco. El menor murió atropellado por un furgón escolar en la esquina de su pasaje, donde aún está –con flores secas– la animita que lo recuerda. Y, Abraham, de 26 años, es indigente hace tanto tiempo que su padre ya no recuerda cuánto.

En menos de diez minutos el auto llega a un pasaje de tierra con casas apretadas a cada lado y un quiosco en la esquina tapado en afiches de cervezas, dulces y helados, como si fueran la pintura que lo cubre. Juan baja del auto y llama a la puerta de la última casa, gritando el nombre de su hija mayor:

—¡Valeriaaa!

Mira su reloj y dice:

—Van a ser las doce ya. ¡Cómo no van a estar despiertos!

Al poco rato sale un hombre alto, sin polera y en calzoncillos. Es Pepe, el esposo de Valeria.

—Pasa –dice mientras corretea a un perro pequeño que se cruza entre sus pies y la ropa tendida, que aparta con las manos–, el Cristian viene al tiro.

La casa de los hermanos Rojas es amplia, de concreto y cerámica blanca en el piso del comedor y el living. A cada lado de la mesa de centro se extienden dos pasillos largos con paredes de madera y suelo de cemento. Mientras Cristian habla, se aleja correteando las moscas que interrumpen su historia. A su espalda, una estantería de madera ocupa toda la pared, donde un equipo de música rojo y brillante –de parlantes grandes y siempre apagado– contrasta con la pared polvorienta.

Cristian Rojas, hoy de 27 años, fue identificado como el autor del asesinato de Rubén Pailamilla –de 30 años, estudiante de Bibliotecología en la Universidad Católica, en las afueras del campus San Joaquín el 10 de diciembre de 2008. Esa noche, al salir de su práctica profesional cerca de la medianoche, Pailamilla fue asaltado por dos hombres quienes le exigieron que entregara la mochila en la que llevaba su tesis final. Él se negó, desatando un forcejeo entre los tres que terminó cuando uno de los delincuentes lo hirió de muerte con varias puñaladas bajo la axila. Rubén murió en el lugar a los pocos minutos, a la vista de su pareja que lo acompañaba cuando ocurrió el asalto. Jéssica Fuentes se convirtió así en la única testigo de los hechos, y en pieza clave de la investigación.

Esa noche, Cristian tenía planeado ir al Estadio Nacional a trabajar en el montaje del escenario para el concierto de Madonna, que se realizaría dos días más tarde. Sus amigos le habían conseguido el trabajo para  obtener algo de dinero extra. Él dijo que sí, que cuando terminara su turno en la bencinera Copec –de Vicuña Mackenna con Departamental– se iría para allá, pero a último momento cambió de opinión. Decidió irse a su casa a dormir, estaba cansado y se le había hecho más tarde de lo que esperaba. Se acostó y se durmió a los pocos minutos.

De haber ido al Estadio Nacional ese día, tal como le había prometido a sus amigos, todo habría sido distinto.

Seis días después de la muerte de Rubén, a eso de las siete de la tarde, llegó una camioneta de la Policía de Investigaciones al frente de la casa de Cristian, que está a poco más de cinco minutos a pie desde el campus San Joaquín.

—Me dijeron que fuéramos a dar una vuelta. Que íbamos y volvíamos, así que me subí al auto con ellos y no volví más –cuenta Cristian de pie, inquieto frente a la mesa del comedor en su casa.

El padre de Cristian aún guarda los recortes con todas las apariciones en la prensa de su hijo, desde que fue detenido en 2008 hasta su liberación en 2010.

Desde que nació ha vivido en ese lugar, donde su abuela paterna lo crió a él y sus hermanos mientras su padre trabajaba. Hoy es el lugar en el que vive junto a su hermano Juan de 28 años que sufre retardo mental, y la familia de Valeria, su hermana mayor de 29 que se hace cargo de ambos.

Hincha fanático de Colo Colo, Cristian mide un metro y 47 centímetros, tiene la piel morena y unos labios gruesos, que no ocultan la ausencia de su paleta izquierda. Habla rápido y sin articular lo que dice; pronuncia con dificultad las consonantes, torciendo la mandíbula. Los gestos que hace al hablar, marcan las múltiples cicatrices en su cara, una en la frente y otra en el mentón, las más notorias. Ambas son cortes de unos tres centímetros por choques en bicicleta que se hizo cuando niño: chocó contra un poste eléctrico en el pasaje, y luego contra un auto.

Mientras habla, se mantiene de pie y no deja de moverse. Dobla el brazo izquierdo y presiona el codo con la otra mano hacia el cuerpo, como estirando algún músculo antes de hacer ejercicio. Ese movimiento repetitivo deja ver la falta de uñas en su mano derecha; en su lugar solo hay piel seca.

Viste una camiseta deportiva negra y ancha, y pantalones de buzo. Baja la mirada constantemente a sus pies, o bien la fija en algún punto de la ventana que parece acomodarle. Es risueño, sonríe con picardía cada vez que dice algo que sabe puede acarrear más preguntas.

Al menor ruido de la calle deja la conversación a medias y se distrae. En mitad de la reconstrucción del accidente que provocó la muerte de su hermano, los ladridos de los perros callejeros lo llevan hacia la puerta a ver qué pasa. Al caminar, su espalda se curva y una de sus piernas se mueve con más trabajo que la otra, como haciendo notar el esfuerzo. Tal cual lo hace su padre.

De acuerdo con los datos que arrojó el peritaje físico y psicológico realizado por la Defensoría Penal Pública, Cristian tiene –además de “limitaciones intelectuales”– una enfermedad llamada onicoosteodisplasia hereditaria, también conocida como Síndrome de Roeckerath. Los doctores la definen como un mal congénito no asociado al género y muy poco frecuente, que consiste en múltiples anomalías o deformaciones en huesos y articulaciones. Las personas afectadas sufren de displasia en la pelvis, en las rodillas –lo que implica falta de rótulas– y en los codos, provocando el aumento excesivo del tamaño de la cabeza del antebrazo, hecho que limita su movimiento y extensión. Suele ir además acompañado de una distrofia ungueal; es decir, de uñas con deformaciones, en extremo sensibles o simplemente ausentes en pies y manos. La onicoosteodisplasia no tiene cura y empeora con el paso del tiempo.

Aunque en Chile no se conoce el porcentaje de la población que tiene esta enfermedad, estudios internacionales señalan que en un promedio global, la sufre una persona entre un millón. En el caso de Cristian este mal vendría de su abuela paterna, quien se lo habría transmitido a su padre, y él a sus hijos. Solo Valeria, la única mujer de la familia, no la padece.

La tarde en la que Cristian fue detenido no era la primera vez que tenía un encontrón con la Policía de Investigaciones. “El Volao”, como Valeria y sus vecinos le llaman, había sido abordado por la PDI por consumo de marihuana y pasta base desde sus 12 años. Pero jamás había estado preso, ni mucho menos acusado de herir a alguien.

—Cuando me subí a la camioneta me empezaron a pegar y a decirme que estaba acusado de robo con asesinato. Me decían que tenía que echarme la culpa o me cagaban.

Ese fue el primero de los 575 días que estuvo privado de libertad por error.